miércoles, julio 22

Angel Eyes




‘’Los gritos mas fuertes nacen en la soledad’’



Últimamente en Santiago llueve poco. Por lo menos para quienes nos gusta la lluvia y ese ambiente melancólico que se produce gracias a los colores grisáceos de la ciudad, mojada por las gotas que caen secamente (¿?) sobre el pavimento y los edificios, las tardes de lluvias son como festividades únicas que deben ser aprovechadas. Por eso, tomé mis cigarros, me puse mi parka roja, mi gorro de lana mapuche y salí a caminar. Además de mi gusto por la lluvia, disfruto de la soledad, ósea en verdad no, pero sí. Más bien disfruto de la autocomplacencia, de sentirme mal por lo solo que estoy, es como eyacular de dolor por golpearse el dedo con un martillo, como medio masoquista. Así mi soledad masoquista melancolía calza perfectamente con el ambiente que se genera en los días de lluvias, sobretodo porque la gente de mi barrio no suele caminar un día martes de lluvia a las 5 de la tarde por calles anegadas de agua y barro. Salí de mi casa, encendí un cigarro y me puse a caminar. Pensaba en lo mejor que alguien que quiere sufrir puede pensar, una mujer. O en más de una, en todas, y en ninguna específicamente. Tiendo a pensar que la mayoría que conozco (salvo honrosas excepciones) son la misma mierda. Aparentando frente al mundo lo que no son, disfrazadas de ovejas cuando en realidad son zorros, o zorras para ser más exacto. Mientras pensaba esto, que salía desde las profundidades de mi lado resentido rabioso antisocial y mi lado social comprensivo ingenuo comenzaba a hilvanar una respuesta a semejante declaración, apareció ella. Y no querido lector, esto no es el típico y hermoso cuento donde ella es la mujer ideal, ultra comprensiva, mala que se convierte en buena o simplemente buena, con facciones de princesa, una vagina virgen, amante de rimbaud, del acidd jazz y de la cerveza, que se enamora del tipo triste-perdedor-solitario y tienen hijos en una casa grande, con dos piscinas, un jacuzzi, un chiguagua y varios autos o por lo menos tienen buen sexo en un bosque, casa vacía o en el baño de algún café. No, no, no, porque esto es la realidad en pleno Chile, no es una película gringa, y si se hiciera película, la gente no la vería porque buscan en el cine algo distinto a las rutinarias tristezas que son su vidas, por lo que el director terminaría limpiando baños en un bar medio antro de bellavista para no morir de hambre. Pero bueno, siguiendo con la historia, la vi a ella. Era vieja, me atrevería a aventurar unos noventa años, y quizás me quedaría corto. Su mano tiritona sostenía un viejo paraguas, y las gotas que lograban llegar hasta su cara parecían jugar por sus arrugas como niños en esos gigantes y enrollados tubos de los parques acuáticos. La calle estaba absolutamente vacía, y ella venia hacia mí. Tenía un cigarro encendido, caminaba despacio mirando al suelo, y no traía bolsas, por lo que seguramente andaba en lo mismo que yo. En este instante sucedió. Levantó la cara, un mechón gris cayó sobre su frente y me miro. Suena normal, simple, pero esa mirada, esa mirada fue única, potente, destructora. Parecía forjada producto de una vida dura, llena de desilusiones y desapariciones (que es lo mejor que saben hacer las personas, desilusionar y desaparecer), repleta de rabia reprimida, de gritos que resonarían en toda la extensión de un desierto, pero que se gritan para adentro y van dejando huellas. Unos ojos que parecían acostumbrados al llanto como un ritual habitual de todas las noches, de todas las mañanas, de siempre. Donde las lágrimas recorren las mejillas como quien recorre un sendero cotidiano y más que conocido, casi propio. Yo no suelo mirar a los ojos de la gente, ni cuando converso, porque siento que pudieran ver más allá de mí, me siento indefenso, frágil, desnudo, listo para ser destruido y quebrado en mil pedazos. Pero esta vez fue inevitable, y esta mirada, como ninguna otra antes, pareció recorrer todo mi ser, toda mi historia en mi memoria, todo mi entendimiento y finalmente, como una revolucionaria francesa tomando la bastilla hace 220 años, mi libertad.





En Santiago llueve poco últimamente, sobre todo para quienes disfrutamos de los melancólicos días de lluvia. En estas sagradas fechas, yo siempre salgo a caminar. Camino y camino por calles solitarias, no solo por gusto, sino en una búsqueda frenética, interminable, incansable. Busco a ella, que me robo mi parka, mi gorro de lana mapuche, mis cigarros, mi cuerpo, mi vida, y la poca gente que quiero. La busco mientras camino lentamente mirando el suelo, con un cigarro encendido mientras la otra mano afirma un viejo paraguas que tirita, y un mechon gris cae por mi arrugada frente.




Wynton M.