domingo, julio 18

La casa se quema



La casa se quema. Ella se desnuda, pasa el jabón por su piel tersa, corre el agua por su cuerpo, como los manantiales bajando suaves por la cordillera. Peina su pelo, largo y negro como la noche. Pinta sus labios color rojo camersí, porque sus labios no son labios, son una rosa. Sus uñas, las repasa de morado oscuro. Delinea sus ojos, los ensombrece un poco. Se perfuma el cuello. El vestido negro cae sobre su cuerpo, como caen las estrellas del universo a la tierra.



La casa se quema. Los muebles arden, se retuercen, caen las fotos, caen las vírgenes, caen los adornos, cae todo. Ella camina. Sus tacos resuenan golpeando la escalera de madera que anuncia su bajada, como si el cielo tronara anunciando, con trompetas celestiales la venida de Afrodita. Toc, toc, toc, toc, toc, toc.



La casa se quema. Las cortinas se hacen polvo, los restos giran en el aire, danzando con la muerte el ultimo vals. Ella se mira. El espejo disfruta teniéndola allí, capturando su reflejo, atrapándola. Pero ella escapa. Pone el tocadiscos. Suena Miles Davids de fondo, jazz para acompañar la velada.



La casa se quema. Arden los sillones, se achurrascan, se empequeñecen, se hacen nada. Se rompen los vidrios, gritan, saltan, corren, se separan en millones de pedazos, millones de pedazos, millones de pedazos. Ella se sienta, al medio del comedor. Prende las velas azules, saca una flor negra del florero, y la pone en una de sus orejas. Y ya no se si es flor o pelo, pelo o flor, floripelo, peliflor.



La casa se quema. El tocadiscos ya no suena, ya no existe, la aguja solitaria yace en el piso, y ya no tocara más nada, no más Bach, no más Coltraine, no más Pink Floyd, no más nada, nada. Las alfombras se queman hilo por hilo, algodón por algodón, fibra por fibra. Los cuadros se transforman, el calor libera los colores, que esparcidos se burlan de los marcos y corren por las paredes, hasta el piso ardiente. Se caen las vigas del techo, arden y caen, golpean el piso, como un niño con rabia que golpea la mesa con el puño, pum, pum, pum. Ella destapa la botella, vino fino, que esperó solitario en roble, en apacible sueño y ahora juega en la copa de vidrio que ella sostiene en su mano. Prende un cigarro, de esos largos, finos, como sus dedos morados. Intenta pensar algo, no puede.



La casa se quema. Ya no queda nada, todo arde, todo se hace polvo, todo muere. Yo estoy parado en la puerta. Abro mis ojos, que están vivos, abro miz brazos, abro mi boca. La miro, me mira. La casa se quema, alcanzo a susurrarle. Ella llora. Llama a los comensales, que hablan, hablan, hablan, a su alrededor. Vamos, grito ahora. Las lagrimas negras de rimel caen de sus ojos. La casa se quema, pero ella dice que no puede salir. La casa arde, y ella se incendia, se queda quieta, se hace nada.



Y la casa se quemó. ¿Que queda? Polvo, polvo de estrellas.