lunes, octubre 26

Suicidio


Allí estaba, al borde del precipicio, literalmente. Cansada de todo. Cansada de la nada. Agobiada por las mismas preguntas sin respuestas. Exhausta de intentar cambiar, de promesas a si misma que nuncio cumplió. Finalmente las sonrisas se hicieron esquivas, la esperanza de desvaneció. El llanto y la angustia se convirtieron en fieles compañeros de caminatas circulares y de noches solitarias. Ya no quería más. Quizás, simplemente, alguna gente había nacido para no ser feliz. Quizás el destino cruel, el azar y quien sabe que, se habían encargado de arrinconarla hasta allí, en jaque mate. Pero ella tenía un último recurso, la última alternativa, ponerle fin al juego. No le quedaba esperanza. Claro, solo esperamos de quienes amamos, y ella hace rato que había dejado de amar, hace tiempo que el cariño se le había podrido. Recordaba en ese instante previo, las conversaciones con sus amigas acerca del suicidio. Quizás era una cobarde, pero quien podía juzgarla, quien mas sentía como ella el agobio de vivir, el golpe de cada minuto, el peso de cada segundo, la desesperación en cada milésima. Tal vez era valiente, por atreverse a saltar, a dar un paso fuera de los márgenes, hacia la nada, abrazada a la incertidumbre del fin de la existencia. Cobarde o valiente, tampoco importaba mucho. Después de ese último salto ya nada importaría mucho. ¿Estaría Dios para recibirla? ¿Quizás Ala, o Buda? ¿O quizás pasaría a ser parte de la tierra? No le importaba. Solo quería escapar, dar un último paso a la verdadera libertad, a no tener que elegir nunca más. A no tener que recibir las miradas hostiles del resto de la gente. No tener que sufrir nunca más por una decepción, por un sueño roto. Sentía la brisa recorrer su cara, suave, como una caricia compasiva, como una unción final. Extendió sus brazos y miro hacia el finito, hacia el cielo que parecía un manto celeste cubierto de algodones. Entonces salto…



Mientras caía intentando no pensar en nada, una mariposa comenzó a volar junto a ella. Sus colores verdeazulados eran luminosos y se combinaban en hermosas figuras. Era la cosa más linda que había visto. Su última imagen antes del fin. De pronto sintió su cuerpo más ligero. Miro hacia abajo y había dejado de caer. Estaba suspendida, flotando en el aire, a mitad de camino. Entre el principio y el fin, entre la vida y la muerte. De pronto miro hacia sus costados y unas hermosas alas verdeazuladas se extendieron flamantes desde su espalda. Entonces fue cuando la otra mariposa, volando frente a frente, la invito a jugar. Desde entonces ambas vuelan juntas, revoloteando por los cielos celestes cubiertos de algodones, merodeando los precipicios, las azoteas de altos edificios o las ventanas de jóvenes suicidas.



jueves, octubre 15

Posibilidad

Sentir ese vientecillo nocturno de Septiembre lo hacía despertar. Caminaba rápido, mirando su sombra en el pavimento avanzar junto con él, como acompañándole en aquel solitario deambular. A su lado corría el Mapocho, sentía el leve rumor del agua avanzando hacia quien sabe dónde, el olor a mierda subía hasta su nariz pero nada le molestaba. Su verdadero problema estaba en su cabeza, pensaba demasiadas cosas que se sucedían más rápido de lo que su mente podía procesar, que pasaban velozmente como destellos fugaces que lo mareaban, que martillaban su cabeza. Se había ido, sin mediar explicación ni nada. Solo se paró de la mesa y salió. Es que no aguantaba más. En un momento de grata conversación fue cuando comenzó. Las letras, los sonidos, las palabras parecieron entremezclarse jugando con su mente. El pequeño dolor de cabeza crónico que sentía hace ya varios años, se transformo en un retumbar incesante en su cabeza. Se asfixiaba, el aire no pasaba por su tráquea, completamente seca. Fue entonces cuando se paro y solo empezó a caminar, siguiendo sin rumbo el fluir del Mapocho. Aun se sentía mal. El problema mayor era el mismo. El incesante dolor de cabeza parecía haber activado en el viejos cuestionamientos, que eran silenciados cada noche por él y exiliados a un lugar recóndito de su ser. Pero ahora estaban allí, impostergables, inamovibles, evidentes, como si un elefante estuviera en su comedor. En qué momento había cambiando tanto. De repente estaba allí, en el Baires, un bar restaurant de bellavista para adultos jóvenes, con gente snob que disfrutaba de la sushi nigth, del cool jazz en una pésima interpretación de un saxofonista local medio bohemio-mal músico-pero shuper loco. Ahora se daba cuenta que ridículo era todo aquello. Sus amigos, a quienes llamaba así por costumbre pues no tenía ningún cariño ni sabía mucho más de ellos que de un desconocido cualquiera, le parecían patéticos. Hablaban de Bacon y el horror humano mientras encendían sus pipas de Space, la ultima y mejor droga del momento. Y allí estaba él, fingiendo ser de la misma especie. Lo ayudaba el hecho de ser el amigo con ventaja de la Flor. Florencia Astaburuaga Martínez (jamás mencionaba el segundo apellido) conocida como la ‘’Flor’’ en el ambiente de bares bohemios, suburbios artísticos y noches bizarras. La había conocido en un congreso universitario en Buenos Aires. Ella, estudiante de Literatura en la Católica, la típica cuica que para ser rebelde de sus lindos papitos y de su extranjero apellido abrazaban la vida bohemia, con bastante lana y marihuana incluidas, y de vez en cuando un poco de Coca, just a Little. No era la mujer de sus sueños, pero fueron esos ojos azules, que con la luna como telón de fondo, el calor de una fogata, un intenso baile al ritmo de los acordes guitarreros de viejos clásicos fogateros, los que en definitiva lo habían conquistado. Desde entonces habían pasado 5 años. El había estudiado Derecho en la Chile y ahora trabajaba como abogado tributario en una gran empresa española y el rumor que Adela (la secretaria mas chismosa y rica de todo el edificio) le había contado, decía que pronto pasaría a ser uno de los ‘’jefes de la oficina’’. Eso le vendría muy bien, pues hace 1 año que con la Flor habían decidido vivir juntos para recibir a su futuro hijo que ya tenía 4 meses en el vientre de ella. Vivian en un lindo departamento cerca de Escuela Militar. También estaba pagando su última gran adquisición, un mercedes GL del año full equipo. Y había sido anoche, luego de un tibio sexo con Flor, que ella le había dicho que se casaran. Porque eso de llamarse amigos con ventaja era solo un juego entre ellos, quizás por perecer modernos, quizás por miedo a aceptar la formalidad del compromiso, quizás por todo o por nada. Pero anoche ella le había dicho que se casaran y que se mudaran a una casa más grande, con piscina y antejardín que su padre, dueño de una inmobiliaria, les vendería a un precio de regalo. Él le había dicho que si. Y fue en el Baires, ajeno a la conversación de Flor con sus ‘’amigos’’, cuando pensando todo esto concluyo que las cosas no podían andar mejor, que por fin lograría estabilidad, que sería feliz de una vez por todas, happy end. Y fue esa frase la que desato la tortura de su cuerpo, de su mente, de su alma. Fue entonces cuando no aguanto más, cuando comenzó a marearse, a asfixiarse, cuando se paro y simplemente salió. Y fue allí, caminando por la rivera del Mapocho, un dia jueves de Septiembre, prácticamente solo (salvo por su sombra y un mendigo extraño de gorro con rayas negras y rojas), cuando se dio cuenta. Ese no era él, hace mucho tiempo. Porque el odiaba el Baires, odiaba el cool jazz, odiaba el sushi, odiaba a sus amigos que no eran amigos pero que si eran muy snobs. Odiaba a Flor, con su sínica rebeldía hippie, con su marihuana, con su burguesía. Odiaba el departamento, los vecinos siúticos que no saludaban, su Mercedes que era más de lo que podía pagar. Odiaba a su futuro hijo que nacería en ese ambiente, que estudiaría en un colegio católico privado, que sería un futuro hijo de puta pero un poco solidario, solo un poco. En definitiva odiaba a su vida, se odiaba a sí mismo. Pero todavía no estaba vencido. Por fin la maldita filosofía le servía para algo que no fuera presumir, porque gracias a ella sabía que el ser humano siempre puede elegir, siempre tiene opciones, está condenado a elegir. Y él desde ahora elegiría, cambiando todo. El ahora sería lo que realmente siempre quiso ser. Vendería el auto, vendería el departamento, dejaría a Florencia y su puto ambiente neolana. Volvería a su casa, a su lugar. La llamaría a ella, a la que siempre amo, a la que siempre lo quiso como fue, sencillo pero soñador, tranquilo pero apasionado, ni más ni menos. Buscaría a sus amigos, a los verdaderos, para abrazarlos, para mirarlos y sentirse otra vez el, para hablar de la revolución una vez más, para apretar los gatillos de su convicción. Transformaría el país, hablaría con los campesinos, con los trabajadores, con los estudiantes. Seria diputado, senador, presidente tal vez. Todo al mismo tiempo, ya había perdido demasiado tiempo. Estaba decidido. Fue cuando dijo esto para sí mismo cuando sintió un toquecito en la espalda. Era Flor, de brazos cruzados y profundamente molesta. Lo sabía porque con el enojo se le arrugaba la frente y movía inconscientemente su talón derecho de arriba a abajo, de arriba a abajo, de arriba a abajo. Le comenzó a gritar, pero él no la escuchaba. Solo alcanzaba a entender algo del Baires, de la preocupación, de la desconsideración. No le importaba, en unos segundos más se lo diría todo y ella saldría de su vida. En un minuto más volverá a ser él, por fin. Retomaría sus sueños, inconclusos pero posibles aun. Alcanzo a notar que el viejo mendigo del gorro a rayas negras y rojas los miraba preocupado, como con compasión. Ya no solo los miraba, sino que habría su boca, como gritando algo, pero él no escuchaba nada. Fue entonces cuando sintió que una luz los envolvía, los abrazaba. Como una abducción, siempre había creído en los Ovnis. Como un contacto con Dios, nunca había creído mucho en él. Sintió como si volara muy alto para luego caer, para flotar en el Mapocho, que seguía su cauce sin rumbo. Después ya no sintió nada. Hasta después…




El insomnio lo atormentaba. Peor aún tenía prueba mañana, y no había estudiado. Siempre era igual. Se dormía tan tarde que despertaba atrasado, y ya acumulaba cuatro atrasos, una mas y suspendido. El Colegio cada vez se volvía más estricto, pero el ya se iba, era su ultimo año. Prendió la tele a eso de las 12:30 para ver como siempre las noticias de la medianoche. Entonces lo escucho de la voz metálica del periodista.
Una pareja fue arrollada cayendo al Río Mapocho, luego de que un auto particular colisionara con un taxi, en el sector de Purísima con Bellavista. Ambas personas cayeron desde una altura de siete metros hasta el río. La mujer falleció en el instante y el hombre quedó gravemente herido.
Que terrible. Por suerte el estaba allí, en su cama. Por suerte mañana tenia prueba en el colegio. Por suerte el aun podía elegir.




jueves, octubre 1

Homo Interruptus

Son pocas las personalidades realmente importantes, brillantes y talentosas que salen de acá. Como no, un país a la cresta de todo como Chile, relegado al final del mapa, atrapado entre la montaña y el mar, entre la espada y la pared. Es cierto, levantamos ídolos locales, los endiosamos, pero basta que salgan de la atmosfera criolla pera desinflarse como globos sin anudar. Salvo algunas excepciones, decorosas excepciones. Pero aquellos personajes que son realmente trascendentes a escala mundial, son siempre inalcanzables para gente común y corriente como nosotros. Por eso estaba tan feliz, tan ansioso, tan orgulloso. Allí, enfrente mío, el profesor Humberto Maturana exponía su teoría, tranquilo, sereno, convencido y con una simpleza para que nosotros, alumnos de cuarto medio, pudieramos entender su compleja teoria. El tipo fue premio nacional de ciencias pero, lo más importante para mí, es el que haya sido candidato al premio nobel y reconocido en todo el mundo. Ni más ni menos. Y estaba allí, a unos cuantos metros de mí, en mi colegio, hablándole a mis compañeros de lenguajear, de la subjetividad, de la convivencia, en fin, de cosas hermosas. Fue entonces cuando este momento mágico, de ensueño, este idilio fue quebrado por el sonido de un celular. Puto celular antiguo, monofónico. Quien chucha no apaga el celular si está escuchando al gurú, al maestro. Nunca faltan. Me doy vuelta para mirar al culpable, como todo el resto también lo hace. No tiramos piedras porque no estamos libres de pecado, es cierto. Pero tiramos miradas arteras, acusadoras, que duelen. Como duelen las miradas. La gente mira al tipo hasta que este apaga el celular, y luego todos se dan vuelta para seguir escuchando a Maturana. Menos yo. Porque la situación había sido demasiado extraña como para pasarla por alto. Primero porque ante la mirada inquisidora de todo el público presente en la charla, la gente suele tiritar, su mano busca el celular en bolsillos o bolsos que se hacen infinitos y al encontrarlo, todos los botones parecen equivocados para apagarlo. Y la incomodidad entonces es terrible, el pánico, la ganas de irse, de salir corriendo, de desaparecer, de ser invisibles. Pero este tipo, el del celular que acaba de sonar, fue todo lo contrario. Cuando el celular sonó, lo tenía en la mano. No hacía nada mientras sonaba, pareció esperar a que la gente lo mirara, dejo que el celular sonara un momento y lo apagó, mientras en su rostro una leve sonrisa de satisfacción se dibujaba de oreja a oreja. Lo segundo extraño es que claramente él, no era del colegio. No tenia ropa de colegio, tampoco era profesor ni trabajador ni nada. Su chiporro rajado, sus zapatos rotos, su barba de años y sus guantes cortados demostraban que era un extranjero, un espía allí entre todos nosotros. Lo seguí observando, intrigado, durante todo el resto de la charla de Maturana. Una vez terminada la brillante exposición, vinieron los aplausos, y fue entonces que el extraño tipo se paró de su asiento para salir por la puerta lateral del auditorio. Lo seguí. Comenzó a caminar por calle San Ignacio hacia la Alameda conmigo atrás a una distancia de media cuadra. Una vez en la Alameda, dobló por Almirante Barroso para entrar a la Universidad Alberto Hurtado. Entro a una sala que parecía ser el aula magna. Entre luego de 5 minutos, y me senté a unas cuantas sillas de él. Un tipo en el estrado hacia un apasionado discurso acerca de los valores de los estudiantes cristianos y blablabla. Entonces, el extraño tipo saco un viejo celular de su bolsillo y con toda premeditación, sin nada de azar, apretó la tecla exacta para que un monofónico ringtone comenzara a sonar. Entonces, las miradas del auditorio se abalanzaron rabiosas sobre él, pero al igual que antes, solo se limito a esperar, con una pequeña sonrisa en su rostro, un momento de sonoridad para luego apagarlo. Salió del lugar volviendo tras sus pasos, pero esta vez se dirigía al templo ubicado al lado de mi colegio. Se sentó en uno de los penúltimos asientos del ala derecha, mientras yo lo observaba atentamente desde el último asiento de la izquierda. Entonces, en plena predica del padre que oficiaba la misa, realizó la misma operación del celular que yo ya bien conocía. Pero esta vez, además de las sucesivas miradas de los molestos feligreses, el sacristán de la iglesia tomo al hombre del brazo y lo hecho del lugar, mientras yo alcanzaba a escuchar que le decía:



- Siempre con lo mismo don Gerardo, ninguna respeto por nadie, ni si quera por el taita Dios. Todo por llamar la atención, solo por llamar la puta atención…


Entonces, el extraño que ahora adquiría en mi mente el nombre de Gerardo, salió de la iglesia, y se sentó en la puerta de esta. Entonces lo reconocí. Como no haberlo identificado antes, era el mendigo de la iglesia, que siempre estaba allí cuando salíamos a almorzar. Pero como no me di cuenta antes…

Entonces, súbitamente, como si de pronto todo encajara, lo entendí. Claro, porque allí, mendicante y pobre, hediondo y un poco loco, don Gerardo era invisible para el resto de la gente, que solo pasaba al lado de él sin mirarle, como si fuera parte del tibio pavimento. Don Gerardo no existía para nadie, quizás ni para el mismo. Pero cuando hacía sonar su celular en cines, en conferencias, en charlas, donde fuera, la gente lo miraba. Es cierto que lo miraban con odio, con rabia, como amenazándolo con los mirada, como queriendo borrarlo con los ojos, pero que importaba porque lo estaban mirando. Solo en ese momento, y gracias a ese antiguo celular, Don Gerardo se hacía visible, volvía a ser de la condición humana, reconocible para nosotros y para el mismo. Fuera como fuera, caminaba desde el destierro más absoluto para volver por unos segundos al mundo humano, y entonces era feliz, entonces la sonrisa brotaba espontanea de su rostro, como una flor brotando con desición en plena primavera.


Un día cualquiera, camino a almorzar, me tope con Don Gerardo sentado afuera de Iglesia. En una maniobra inesperada para mí y para él, mire fijamente esos negros, profundos y tristes ojos desgastados por mas soledad que la torable por alguien con sentimientos, y extendí mi mano en ademan de saludo. Entonces, un lagrimón salió de la profundidad de sus ojos para rodar por sus mejillas, se paro del suelo, me miro fijamente. Algo en su cara había cambiado, su extraña tranquilidad se había roto, parecía desconcertado, sin saber qué hacer, como habiendo olvidado todo cogido humano, todo lenguaje posible. Entonces, siempre mirándome, hurgueteó en su bolsillo para sacar su viejo celular. Apretó el mágico botón que dio inicio al monofónico sonido, y mientras me miraba, una pequeña sonrisa se dibujo en su vieja cara.