martes, noviembre 30

El último mes del calendario


Lo tenía pegado en el refrigerador. Era curioso, casi irónico. Porque la gente pega en el refrigerador las buenas noticias, a veces las dietas, algunos pegan fotos de momentos felices, el primer dibujo del hijo pequeño, una buena nota. Pero él tenía eso pegado, como un recordatorio, que veía todos los días antes de salir mientras tomaba el desayuno. Salía de su casa un poco desanimado. Pero se había prohibido deprimirse más. Así que camino a la micro, escuchaba canciones de su celular, la mayoría alegres. La gente no se da cuenta, pero música alegre ayuda a tener días alegres o al menos eso pensaba, eso quería creer. Llegaba al trabajo, siempre un poco más temprano. Se fumaba un cigarro en la terraza, tomando un café de vainilla, buen dulce, nada de amarguras. Miraba toda la ciudad, que comenzaba a despertarse, comenzaba a respirar, a latir. Empezaba el trabajo, rutinario, sin importancia ya. Llegado el almuerzo, caminaba raudo hacia el restaurant de siempre. Saludaba a su amigo garzón y se sentaba en la misma de siempre. Era miércoles, así que comía el menú de los miércoles. La rutina, ja. Tanto tiempo odiándola, tanta gente agobiada para la repetición interminable de los días, por conductas casi invariables que van destruyendo la vida. Ahora sentía nostalgia, apego a la rutina como algo que se escapa entre los dedos. Cuando empezaba a pensar estas cosas, se paraba, dejaba el dinero en la misa y salía rápido, como escapando. Algo agitado llegaba al café de la esquina. Pedía un cortado exprés, y conversaba algunas palabras con la muchacha que lo atendiera, puras trivialidades, algo sobre el clima, quizás política o futbol. Se le hacía tarde. Volvía a la oficina, otro cigarro en la terraza y más papeleo. A las 6 y media se despedía de todos, de manera impersonal. Caminaba unas cuadras a la casa de ella, como todos los miércoles. Esa muchachita de ojos grandes, sonrisa fácil y pelo oscuro que había conocido hace algunos meses. Salían por la ciudad, se perdían en algún cafetín, mirándose de frente entre el humo, queriéndose. Salían cuando ya era de noche, se tiraban en algún parque a mirar las estrellas, las del cielo, y las de sus ojos. Compraban algo para beber, se reían por la calle, despreocupados. Llegaban a la casa de ella, a veces pasaban y bueno, hacían y deshacían el amor. Ya de madruga, cuando ella dormía perdida entre sus sueños, él se despedía con un beso silencioso en la frente, salía de la casa, prendía un cigarro y caminaba rumbo a su casa, feliz. Comía algo en el comedor de diario, tarareando el tipo de canciones que tararea la gente cuando está feliz. De pronto, de golpe, recordaba el papel pegado en el refrigerador. A propósito se iba rápido de la cocina, sin mirar y se acostaba, intentando mantener la sonrisa y negarlo todo. Luego de una hora de batallar consigo mismo, se paraba, para verlo con sus propios ojos, para creerlo nuevamente. Entonces prendía la luz, y volvía a leer las mismas palabras. Lloraba un poco, y las palabras daban vuelta por su cabeza, enfermedad terminal, muerte, un mes. Caminaba vencido hacia la cama, y dormía, intranquilo, hasta el otro día, donde intentaba lo mismo, ser feliz, mientras el tiempo se esfumaba, mientras terminaba para él, el último mes del calendario.

1 comentario:

Diego Espinoza Chaparro dijo...

"Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo. Son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir."

No me sorprende que escribas, no me esperaba que publicaras, y me gusta que hagas ambas cosas.

Esto de los cuentos como una regurgitación liberadora es, en realidad, una redundancia. Los cuentos que no liberan a su autor no son cuentos: serán ensayos literarios, experimentos academicistas, pero no tienen a la angustia como motor, a la necesidad de quitar de un manotazo (esta vez manotazo en el teclado, otras veces en el papel, pero siempre manotazos con letras como dedos) aquello que exige tener vida propia en el papel, y que de otra manera absorbe al punto de no dejar vivir. Al final todo cuento tiene algo de terapéutico.

... Y ojalá fuera suficiente, pero hay cuestiones que no se superan ni con mil cuentos. Pero nos ayudan a vivir, como las costumbres y la música y los menúes de los miércoles.

Un abrazo, buen Axel.